El
pasado sábado 18 de agosto, un poco más de 500 costarricenses, participaron en
una manifestación, azuzada por algunos medios de comunicación. La capital del país centroamericano, San
José, se llenó de racismo y fascismo. Pero lo más vergonzoso, es que quienes
asistieron a esa manifestación no son los únicos fascistas, racistas y
xenófobos. Una gran cantidad de perfiles en redes sociales de quienes no
participaron en la manifestación, también se suman al odio.
El consabido “no soy xenófobo, hasta tengo amigos nicas, pero la migración de nicas
es….” No soy racista, pero los nicas son…..” y ahí en los puntos
suspensivos se esgrimen frases cargadas de violencia y discriminación en contra
de los “otros”.
La
sociedad costarricense ha construido su identidad sobre varios mitos:
considerarse la Suiza Centroamericana, país de la pura vida, de paz y de la
felicidad perpetua. Mitos que tratan de ocultar a una sociedad misógina,
homofóbica, lesbófoba y en extremo racista. La gente de Costa Rica se dice
mestiza, pero en realidad se asume desde una blanquitud, heredera de sangre
europea y blanca. Además muchos se creen superior al resto de países de la
región. Costa Rica es incapaz de sentirse parte de Centro América.
En
América Latina, y por ende también en Costa Rica, el proyecto de los estados
nacionales, constituidos y asentados en el discurso del mestizaje, ha negado y
sigue negando y excluyendo a las poblaciones indígenas, afrodescendientes,
migrantes y mestizas empobrecidas. El sábado fue esa manifestación.
Cotidianamente es la violencia contra las mujeres. Históricamente la violencia
contra los pueblos indígenas. El racismo, la violencia feminicida, la
colonialidad, el control, el saqueo de los cuerpos y territorios.
Las
élites políticas y económicas internas han elaborado mecanismos de
blanqueamiento, que desde la colonia, les han permitido acceder al poder,
valiéndose de una retórica mítica y eufemística, que como dice Silvia Rivera,
ha ocultado la “realidad en lugar de designarla”. Costa Rica es un estado
racista, estructuralmente corrupto pero revestido de democracia.
El
racismo en es algo de lo que no se habla. El racismo se esconde, se silencia.
Supuestamente se ha superado. Los discursos públicos esgrimen otros conceptos y
así se acentuan las creencias sobre jerarquías raciales que a menudo explotan
en diversas manifestaciones de violencia . Una de esas es el rechazo, odio y
menosprecio a las personas migrantes.
Las
migraciones pobres y de color son las que desatan frecuentemente el racismo
interno que pervive en la sociedades latinoamericanas como legado colonial y de
las realidades poscoloniales en los pueblos que somos de color oscuro, cafés o
marrones.
Los
migrantes nicaragüenses son personas empobrecidas, en su mayoría, explotados
laboralmente, violentados física y simbólicamente. Además de que sufren un
menosprecio institucional constante. Hay quienes no los consideran ciudadanos y
para muchos no son ni siquiera personas.
Una
gran mayoría de trabajadores de las plantaciones de piña, no tienen garantizado
su derecho humano a las garantías laborales. Ante esta violación de derechos el
Ministerio de Trabajo, cierra los ojos y da una palmadita de cariño a los
empresarios. Ni hablar de las mujeres nicaraguenses que son trabajadoras del
hogar y son explotadas, incluso de algunas que se dicen feministas.
Hoy
recuerdo a Natividad Canda Mairena, un nicaraguense que el 10 de noviembre de
2005 fue despedazado por “Hunter” y “Oso”, dos perros de raza rottweiler que lo
desmebraron ante la mirada de los policías costarricenses que no hicieron nada
por salvarle la vida. Las imágenes que se compartieron por las incipientes
redes sociales, exaltaban al perro nombrándolo como el héroe nacional por
asesinar al “nica”. Fue atroz. Para algunas solo fue un chiste, para algunas
reírse de los “nicas” diariamente es gracioso. Igual que burlarse de las
mujeres, las personas negras o indias, esas quienes soportan la violencia de la
pobreza, el patriarcado y el racismo.
El
racismo y la xenofobia no son inusuales en Costa Rica. El despercio al “otro”,
a la “otra”, el considerarse superior, la burla, la discriminación y la
violencia institucional en contra de las personas migrantes, es cosa de todos
los días y a todo nivel.
La
sociedad costarricense ha tratado de borrar la migración de color café, la
migración del color de la pobreza. La sociedad de la pura vida nacioanalista
costarricense, quiere silenciar y borrar el racismo y la migración. De esos
temas se hablan, para negar que ha existido. Se oculta para hacer creer que no
existe. Se invisibliza para hacer creer que es o ha sido insignificante. Así se
construye y reconstruye el perverso imaginario.
Las
personas nicaragüenses, las extranjeras, las consideradas las “otras” son lo diferente
a lo que el costarricense considera de si mismo. Existe un mandato de borrar y
negar cualquier trazo de otredad que se tenga dentro o fuera de nosostras.
Encubrimos el deseo por el otro y el asco que causa la otredad. Nos vamos
cubriendo con diversas máscaras, así tratamos de evitar el dolor de
reconocernos en la “otra”. Así encubrimos la violencia, pero también el dolor
de reconocernos en historias compartidas.
Para
el próximo sábado se está convocando una nueva manifestación, ésta la organizan
quienes no aceptan la xenofobia y luchan por una mejor sociedad. Espero que
sean muchas las personas y voces que se sumen. Pero que no por ello dejemos de
hablar de lo que se silencia, de lo que se oculta. Que miremos el racismo
interno. Que denunciemos las patas donde se asienta la violencia: el
patriarcado capitalista, racista y colonial. Porque no todo es lo que une.
Es
hora de levantar la alfombra vieja, sucia y pesada, enfrentar la violencia,
racismo, misoginia, homofobia y corrupción estructural en la que se asienta el
estado costarricense. Esto conlleva dolor. Es doloroso porque es percatarse de
que la realidad es diferente a las fantasías que nos han enseñado.
Hace
cuatro años decidí migrar de Costa Rica, con el objetivo de buscar una vida
mejor. Lo hice huyendo de la violencia, de la estrechez mental y del
igualitico. Huí de la violencia de las calles y de la violencia que produce el
irrespeto a quienes somos consideradas las “raras”, por pensar, hablar y vivir
como nos da la gana.
Cruzar
el mar significa vivir y sentir día a día en mi piel el racismo. El racismo que
se inscribe en mi cuerpo por ser la sudaca, la centraca, la panchita, ser la
otra y vivir la otredad. Estas vivencias, discriminaciones y violencias las
comparto con muchas otras personas racializadas.
En
mi camino migratorio he ido conicidiendo con más hermanas y hermanos en
movimiento, con quienes he aprendido el valor de sabernos hermanas, de
sentirnos orgullosas de nuestros colores de piel, de ser indígenas, negras, de
sabernos orgullosas de nuestras historias en común, orgullosas de nuestros
diversos saberes y acentos.
Las
personas migrantes nunca seremos de aquí, pero tampoco somos de allá porque
vivimos en una frontera. En esa que nos hace percatarnos de que somos personas
de color marrón, racializadas y quienes segun los ojos racistas del norte
global estamos destinadas a seguir sirviendo. Eso es racismo.
Vivir
en esa gran frontera, también nos muestra el racismo interno y profundo de los
países de los cuales venimos. El racismo que nos separa como pueblos. Nos hace
mirar lo que muchas veces no miramos. Nos hace sentir y vivir las formas en que
el racismo se inscribe en nuestras vidas, cuerpos y territorios.
Mis
hermanas centroamericanas, mis hermanas de corazón centraca, Jamileth, Karen,
Maureen, Alicia, Vicky, Orbelina, Maria Eugenia, Salvadora, Didi y ese largo
etcétera, gracias por la lucha constante y por el amor.
Ana Marcela Montanaro Mena.
Feminista, especialista en derechos humanos, activista social.
(Fotografía de Jeffrey Arguedas -EFE)